Historias


Una de mis primeras fotos me muestra en medio de mis dos tíos queridos, leyendo concentradamente un libro. Estaba de vacaciones en su casa en Curuzú Cuatiá. Unos años después, en cuarto grado, pasé casi un año con ellos y mi tía Maridel me hizo socio de la Biblioteca Sarmiento que quedaba cruzando la plaza. Me acuerdo como iba solita mi alma a entregar el libro leído y pedir que me prestaran otro. No creo haber leído a Schopenhauer en ese momento, pero sí me acuerdo de un baúl que tenía el papá de mi tío Alberto, donde guardaba la colección de Patoruzú y muchos Tit-Bis, del que podía sacar una revista por siesta. De esa época es mi enamoramiento con el Saber de la Humanidad, acumulado en los tomos del Tesoro de la Juventud. Me enloquecía conocer cuanto se tardaría en llegar a la luna o a los otros planetas en un tren que corría a 80 kilómetros por hora. No tengo mucho material escrito de esos tiempos pero me imagino composiciones sobre la primavera o la multiutilidad del ganado vacuno. Lo poco que poseo muestra que mi compromiso se orientó a buscar una solución pacífica a los problemas de la humanidad. En concreto comencé una historieta, de la que conservo sólo una única página, donde el protagonista grita en el globito de las palabras "¡Al ataque!".

A los once años, ya en el Seminario, comencé a leer libros "más serios". Me acuerdo que los jueves y domingos teníamos a la siesta una hora, llamada "estudio libre", en la que circulaba una biblioteca de libros que no eran de estudio. El primer libro que leí allí fue un resumen de la "Jerusalén Liberada", que me llenó el alma de ansias de guerras y de héroes valientes, poderosos y santos como Godofredo de Buillon, que al tomar la Ciudad Santa no quiso llamarse Rey, sino que adoptó el título de "Conde del Santo Sepulcro", lo que no le impedía, de vez en cuando, cortar a un sarraceno por la mitad de un solo golpe de espada. Mi compromiso literario en esos tiempos estuvo centrado en traducir algunas frases del latín, intentar algún verso en castellano y dividir mi amor entre una lapicera "Tintenkuli" que me había regalado mi tía Maridel y los tinteros vacíos donde guardaba y alimentaba hormigas negras y coloradas para las luchas romanas donde las enfrentaba.

Esos años pasaron rápido y me encontré en plena adolescencia chapurreando latín y griego y leyendo mucho libro con discurso espiritual, a veces profundo, otras meloso, las más: duro y negativo. Estaban también los "otros" libros, la mayoría de ellos "expurgados"; no todos, pues había algunos "prohibidos" que un grupo de audaces nos prestábamos entre nosotros con alto riesgo, pues cada uno debía estampar su firma cuando lo terminaba. Leerlos a escondidas era un desafío donde estaba en riesgo la seguridad propia y la de todos los amigos. En la lista de "prohibidos" estaba una edición del Quijote que no había quitado las aventuras de Maritornes ni algunos relatos de enamorados demasiado ardientes. Mi compromiso con el escribir se centraba entonces en el descubrimiento de lo religioso y mi decisión de dejar todo para seguir ese camino. Por suerte el libre pensador que había creado lo de los libros prohibidos y firmados, me acercó Chamico y Wimpi.

Cuando comencé Filosofía mi mundo se abrió grandemente: Como era un buen estudiante me nombraron bibliotecario. En la inmensa y desordenada biblioteca descubrí a los griegos y me empaché de los clásicos franceses, ingleses y españoles, que leía concentradamente en las clases tremendamente aburridas, dictadas en macarrónico latín sobre Lógica Mayor, Filosofía de la naturaleza o Teodicea. Por suerte pude acercarme a Maritain, Bergson, Marcel, Gilson y algunos otros pensadores católicos que abrían un poco los horizontes del pensar y el actuar. De esa época es mi primer cuento que envié a "Tía Vicenta", pero que me fue devuelto por el Prefecto de Disciplina, quien me señaló que "eso" estaba prohibido para los seminaristas. El viaje cósmico en un colectivo llamado "La Chancha", quedó para mejor oportunidad. En ese momento mi compromiso con el escribir se centró cerca de lo que estudiaba y produje textos tan sencillos y atrayentes como "Filosofía de la Teología", que ningún amigo se animó a hojear. Algunas poesías se me escaparon y trajeron un poco de aire feliz y sentimientos a mi vida.

Cuando me acerqué a estudiar teología, Armando Levoratti, un profesor que recién llegaba de Alemania, nos presentó, en medio de nuestro asombro, a Danielou, Cullmann, Rahner, Congar, Bultmann, la escuela de la Forma, el psicoanálisis, el marxismo intelectual, el existencialismo... Theylard, por su parte, me convenció de que la evolución del hombre no había terminado y que había que profundizar el fenómeno humano y ayudar a crear un mundo mejor, donde el crecimiento y saber de los hombres redundaría en mayor justicia, libertad y progreso de los pueblos. Mi escribir estuvo centrado en la búsqueda de ser un pensador de esta corriente. Mi compromiso era alegre e inflamado. Me sentía un pionero de ese "mundo mejor". Estaba pleno de ganas desbordantes. Las palabras no alcanzaban para describir los cambios que se vendrían con la paz en la tierra, el desarrollo de los pueblos y el crecimiento de las personas. Lo religioso relacionado con el predicar o convencer a los demás se me venía cayendo a pedazos desde adentro, seguramente a causa de mi rechazo a lo autoritario, mi admiración hacia las ideas, aún las no propias, una incipiente concepción del relativismo como forma de conocer y una molesta timidez personal. Ese mundo se estaba cayendo, pero no arrastraba consigo la certeza de un nuevo humanismo, capaz de asumir los desafíos y resolverlos positivamente. La crisis religiosa no comenzó como una duda sobre la fe sino que se refirió a mi "vocación". Durante algunos años más continué "creyendo".

A poco de dejar el Seminario, comencé mis estudios de derecho y pude ver que allí también se hablaba de un "derecho nuevo, moderno, social, inteligente, a medida del hombre nuevo y la nueva sociedad". El desafío era lograr superar los obstáculos que ponían e iban a poner los favorecidos por el statu quo, decididos a defender sus privilegios con todo su poder y dinero. Seguí escribiendo ditirambos a la nueva edad de la humanidad con la que me comprometía desde adentro y por la que estaba dispuesto a estudiar y trabajar con ahínco. En esa época formé parte en la UCA de la conducción de una asociación estudiantil "progresista", que organizaba reuniones intelectuales los viernes y los sábados nos íbamos a ayudar a una sociedad de fomento de un barrio obrero en La Matanza.

De a poco fui conociendo que todo no era un discutir intelectual sobre cómo mejorar el mundo. Me lo enseñaron los repetitivos golpes militares, Vietnam y los violentos enfrentamientos ideológicos relacionados con el peronismo, Cuba y el Che. La pugna entre integristas y progresistas se convirtió en historia antigua, igual que los enfrentamientos entre nacionalistas y liberales... Un día nos despertamos de nuestro sueño de inocencia rodeados de política dura y de los primeros esbozos de represión y guerrilla. La violencia de arriba, de abajo y de los costados amenazaba la construcción del proyecto de un mundo de crecimiento y desarrollo en paz. Comencé a escribir sobre los signos de interrogación que conflictuaban y minaban mi entusiasmo.

Después vinieron los años sin palabras, los del silencio, represión y muerte. La violencia irrumpió en todos los ámbitos y la falta de ley autorizó a que muchos se sintieran autorizados a imitar a los militares y a sentirse los dueños de la verdad y la vida de los demás. Mi compromiso con el escribir en ese entonces fue insistir en la apertura intelectual, en el rechazo a todo autoritarismo y en la fuerza de la no violencia de Gandhi y Lanza del Vasto. Muchas veces sentí que, dada la virulencia reinante, mi postura aparecía como no comprometida, a pesar de que varias veces me jugué por mis principios en momentos de real riesgo. Recordarlos todavía sigue siendo una fuente de satisfacción y orgullo personal. El endiosamiento de la violencia y la exaltación de la venganza encubrieron a los demonios que se esconden detrás de esos sentimientos. Mi familia, el escribir, el tratar de pensar y el trabajo me cobijaron y me protegieron de la ira que se iba enseñoreando de todos los campos.

En esos tiempos comencé mi análisis, el que, además de hacerme muy bien, me descubrió una clave de interpretación del mundo que realmente me fascinó. Al alejarme definitivamente de lo religioso tuve que encontrar una nueva base para muchas cosas que se me tambalearon pues estaban muy fundadas allí. Pude entender mejor que había significado lo religioso en mi vida y entrever poco a poco que sólo un camino de manso agnosticismo, escepticismo y relativismo podría alejarme de la tentación de un ateismo profesante. Creo que salí de esa crisis fortalecido y dispuesto a buscar los caminos que sólo yo podía y debía encontrar.

El mundo de Freud y Lacan me encandiló y entré en uno de mis enamoramientos más importantes. Estudié con frenesí, pasión y entusiasmo. Hasta me banqué hacer de grande la carrera de psicología. Ergo escribí sobre el inconsciente, tratando de soltarme y aceptar un mundo desconocido, cuyas claves intentaba captar, a pesar de que no eran muy accesibles ni lógicas. Aunque hice esfuerzos serios, no me fue viable comenzar a los 40 años a ser (o mejor, "trabajar de") analista y proseguí con mis escuálidos intentos de potenciar a los seres humanos dentro de su trabajo en las empresas. Ni las realidades económicas, ni las ideologías e intereses, tanto de los de los dirigentes empresarios como de los sindicales, ni los deseos concretos de la propia gente, permitieron grandes cambios en la dirección que yo quería: el crecimiento y la libertad. Cambios se producían, si, pero sólo eran "pequeñas mejoras" negociadas por la necesidad o la conveniencia; no lo que yo esperaba. De esos tiempos son algunos escritos no demasiado originales sobre análisis organizacional, diagnósticos operativos, participación en las decisiones, grupos de gestión, responsabilidad social de las empresas, etc.

Después de los años nocturnos de la dictadura militar, salió el tibio sol de la democracia y me llenó la vida y el escribir de entusiasmo, pero desgraciadamente no fue por mucho tiempo. Los militares todavía tenían poder para obligar a pactos no muy dignos, el peronismo nunca supo perder y los políticos prontamente volvieron a sus negociaciones. Nuevamente la realidad volvió a defraudar mis expectativas idealistas de que vendría algo diferente. Fue sólo una Primavera de Praga o quizá un fruto más de mi idealismo primaveral.

Los años noventa trajeron espejitos de colores por segunda vez a nuestra tierra. Y la mayoría pidió "deme dos" montones. La clase media se sintió parte del primer mundo. Todos viajamos de vacaciones a Miami y nuestros chicos conocieron el mundo de Disney. Nuevos sacerdotes del progreso material entusiasmaron en inglés a nuestros muchachos con que la globalización los iba a hacer felices después del master. Claro que cuando hubo que pagar los espejitos tuvimos que vender las joyas de la abuela y a la abuela también.

Una tarde de fogatas fue testigo de la entrada de los pobres a la ciudad para revisar las basuras y comer o vivir de ellas. Nos habíamos globalizado, pero en Latinoamérica. El compromiso que entonces asumí fue interrogarme sobre la viveza o la zoncera criolla y en no tirar todo por la borda del enojo. Que se fueran todos y no paguemos las deudas no fue lo que grité. Lo mío fue un lamento silencioso.

Han pasado largos años de democracia populista, que se hizo cada vez menos republicana y más prepotente, y algunos de liberalismo democrático, que se fue convirtiendo en incapaz y orgulloso. En este tiempo, mientras las diversas tribus políticas y sociales se desgastaban peleándose, se profundizó la grieta en el país y la corrupción se convirtió en algo casi esperado, estructural y cotidiano.

Con los años, mi optimismo natural no ha desaparecido, pero se ha ido tiñendo de un escepticismo de tipo irónico y algo ácido. No he perdido mis ganas de reírme. Por eso el humor subsistió en mí, a pesar de todo, perdiendo algo (no mucho) de su inocencia y centrando sus ironías y juicios irrespetuosos en la realidad, sus dirigentes y normas; y manteniendo una mirada de simpatía y bonhomía... y algo de sorna sobre el sujeto de esta vida, el ser humano - yo y todos ustedes -. Los años me vienen enseñando a mirar sin tanta ira las que cosas que condené y con algo de compasión y nostalgia las que amé.

A pesar de estos contextos mis libros fueron escritos tratando de descubrir otra salida, alejada de la política y sobre todo de los políticos. El humor me sostuvo en esa búsqueda y me ayudó a descubrir y conocer esa «otra realidad» que está al lado de la real y aceptada. Allí se entrevé un lugar donde el fin no es ganar y si se gana, no es porque otros pierdan.

Mis libros son una invitación a jugar, despreciando la trampa que hacen los poderosos. Es un mundo distinto, que todos sabemos que existe, donde se puede ver el revés de la trama y que puede acercarnos, aunque sea de a momentos, a ese ser humano que somos todos, que buscamos un poco de felicidad en este valle, donde se alternan lágrimas y sonrisas.

Justamente en «Yo, el Copista» (2007) las aventuras de un joven copista medieval me permitieron enfrentar las clásicas preguntas de qué es la vida, qué es el amor, qué es la guerra, qué es la verdad, qué es la religión, qué son el hombre y la mujer. No hubo respuestas muy originales, pero sí una mirada tranquila, profunda y de compasión sobre nuestra condición humana.

No soy un ensayista. No tengo soluciones para recomendar. Sólo cuento "historias" en las que, las complejas realidades que nos rodean, al bajarles la luz y el volumen, y con un poco de humor y pensamiento, dejan entrever senderos de mayor bonhomía que nos conducen sonriendo a una mejor aceptación de lo que somos.
En este mundo donde las grandes seguridades de ayer se tornan inciertas, y las profundas convicciones de hoy están a un paso de las dudas de mañana, creo que nos hace bien volver a lo que queda de nuestra mirada de niño, la que nos llena todavía de asombros, la que nos hace disfrutar las alegrías y la libertad, y la que nos posibilita acercarnos en paz a los hombres y a las cosas.

... No es una solución, pero quizá ayude a vivir mejor.
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