La investigación fue excelente...
o el caso "Isolina
casi de Cotuņo"
No todo tiene sabor a gloria en la vida de un investigador privado. Ese fue nuestro caso en la exitosa investigación realizada a pedido de la señora Isolina Lucía Cantaluppi de Castiglione, en la que tuve activa participación. "...La Verdad fue descubierta y no importó el precio — como señaló mi jefe, Arquímedes C. Pérez—. Si éste resulto un poco alto, la causa debe buscarse en que a veces el saber teórico práctico se cruza con la mala suerte".
Esta señora cayó a la Agencia media "desesperetti". Se acababa de enterar de que su papá, "el proppio don Giovanni Cantaluppi", no le había dejado un miserable sope cuando se fue para la otra vida. Su hija sabía de los buenos manguitos que el viejo había amarrocado a fuerza de su trabajo y de los sacrificios de toda la familia.
La señora Isolina Lucia fue clara en su demanda:
El cuadro de situación era muy claro. En este rincón: la señora Isolina Lucía Cantaluppi de Castiglione. En el otro rincón: la viudita alegre. En los otros dos rincones donde comúnmente no hay nadie estaban: en el primero: el tano Cantaluppi, ausente con aviso; y en el restante: los morlacos ahorrados por el viejo y esperados por la hija, ausentes sin aviso.
La clienta quería recuperar la guita o, de constatar lo que se imaginaba, armar una flor de vendetta con unos paisanos de Catanzaro que viven por Cañuelas.
En el fondo de su alma, la señora Isolina no esperaba mucho, pero nosotros superamos no sólo su esperanza, sino también su imaginación: La viudita, pobre, sólo tenía el cincuenta por ciento de la culpa. El otro cincuenta le era ajeno.
La investigación no se basó en fotos comprometedoras sacadas con lentes especiales. Lo nuestro fue de la mejor tradición detectivesca. Arquímedes C. Pérez se basó en relacionar la teoría de la retroescena, por la que los delincuentes necesitan volver al lugar del crimen, con la de la autosuficiencia, según la cual no pueden dejar de desvalorizar a sus víctimas.
En este caso no había muerto que parlara, pero sí había habido un velorio, y hacia allí apuntó mi jefe. La señora Isolina Lucía, con cara de perder el tiempo, contó todos los detalles y nos mostró las cintas de las coronas.
Cuando vi que Arquímedes gritaba "¡Eureka!", Presentí que se venía algo grande como una bañadera... Estaba como extasiado sosteniendo una cinta "carieli" en la que, en letras amarillas sobre fondo violeta, se leía "No te olvidaremos".
La señora suponía que la habían mandado los "muchachos" de la cancha de bochas. Mi jefe probó que, entre que los viejos andan escasos de jubilación y que todos los posibles aportantes lo negaron, se debía desviar la pesquisa hacia otros tejes y manejes, más cercanos a la familia del viejo Cantaluppi y tambien de la señora de Castiglione.
En ese tiempo usábamos como oficina propia el hall del Correo Central, pero en este caso a mi jefe le pareció mejor cambiar de escenario.
A la hora convenida llegamos con las pruebas en la mano y en otras partes. Arquímedes C. Pérez rápidamente le explicó a la señora el primer cincuenta por ciento y su relación con la viudita.
... Luego, con palabras claras y precisas, le expuso que el otro cincuenta por ciento de la culpa no era de la madrastra no reconocida, sino del señor Castiglione, su legítimo y también ejemplar esposo, hasta apenas un par de horas atrás, cuando junto con la viudita, decidieron rehacer sus vidas con los bienes del viejito y dejarla a ella, Isolina Lucía Cantaluppi, ya ex de Castiglione, sola, fané y abandonada. Lo único que le dejaron del entorno familiar fue el perro.
Mi jefe pudo inventariar entre nuestros logros que estuvimos a punto de detener la huida de los amantes, que partían hacia el Caribe y no hacia Verona. No pudimos parar el avión, pero al menos logramos la prueba final de la infamia: un patadón que su ex cónyuge nos encajó a cada uno en la propia escalerilla del avión y en una parte glútea de nuestra anatomía. Así, mientras nosotros a dúo nos agarrábamos las partes doloridas, ellos también a dúo nos encomendaban darle a la señora Isolina Lucía sus renovados pésames y asegurarle que lo primero que harían en Aruba sería enviarle una postal a ella y otra al perro.
Acepto que escuchar esto es duro y más lo debe haber sido para ella, que es orgullosa. Es cierto que nos podía recriminar el que no pudimos detener el vuelo... Pero insisto, tuvimos mala suerte. No nos creyeron cuando gritamos que entre los pasajeros había una embarazada con aftosa. Pero aunque todo era muy importante para ella: los pesos, el marido y las ganas que le tenía a la péndex, nada justificaba que se la agarrara con un investigador de futura fama internacional, como es Arquímedes C. Pérez, y que todo terminara con unos paraguazos, que hicieron historia en su espalda, pero que no pudieron ser atendidos en el momento, por culpa del perro de la señora que nos corrió tres cuadras y un jardín.
Es que, por una cuestión de ahorro de viáticos, mi jefe había elegido, en lugar del hall del Correo, un café cerca de su casa. Y como la mala suerte siempre viene mal acompañada, justo sucedió a la hora en que las viejas de su barrio vuelven en patota de la feria, comentando lo cara que está la cebolla y lo perdida que anda la juventud. Todas las comadres entendieron que mi jefe le había metido el perro a la señora y que ella se lo estaba devolviendo.
El barrio es de los tradicionales: casa bajas, almacén, carnicería, verdulería, pizzería y nada de shopping todavía. Pero las viejas son posmodernas. Por eso, cuando a la tarde volvían de rezar una novena a San Cayetano, tuvieron una asamblea y resolvieron como represalia hacia su "conducta-infame-en-barrio-de-clase-medía-decente", darle el máximo castigo. La pena sin atenuantes tocó lo más sagrado: le retiraron por tres días el " Buen día " y las "Buenas tardes" a su mamá. Le dejaron las "Buenas noches" porque era amiga y vecina vieja. El delito que se le imputó al hijo fue el de "hacerse-el-rana-de-embarazo-a-persona- mayor".
Todo el barrio fue testigo de la "negativa-mujeril-de-saludo-a-madre-de-hijo-que-se -quiere-borrar-de-panza-llena-de-vida-trascendente-después-de-haber-gozado-de inexperiencia-de-doncella-seria-y-de-familia". Todos compadecieron a la mamá. Pero a él le cortaron hasta el Gráfico en la peluquería.
Arquímedes C. Pérez me ha confesado que tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerse en silencio. Para mí se tuvo que meter el secreto profesional en la nuca. Según él, sólo se aguantó de decirles a las arpías comadres, que jamás había pensado en la señora Cantaluppi Isolina Lucía, ex de Castiglione, como posible cómplice de un delito de adulterio compartido. Yo, por respeto, me abstuve de preguntarle si en el caso de la señora no cabía el retruco, dado que el señor Castiglione había cantado primero la cornamenta activa.
Mi jefe, siempre puntilloso, enfatizaba este punto: " A mí la señora Isolina Lucía se me representó siempre bastante fulerona de ambos puntos de vista: delante y detrás. No es culpa mía... ni de la señora. En honor de ella debo reconocer que nunca, en todo el tiempo que la traté, me dio ni cinco de bola. No me dejó otra salida que la de retribuir en la misma moneda: sólo trato profesional clase B2C1".
Que la terminen en ese barrio, entonces, con el cuento de que Arquímedes C. Pérez se aprovechó de una inocente. Hago bastantes esfuerzos para que no se me escape a mí, un fato que yo me sé de la señora Isolina Lucía Cantaluppi, en tiempos en que era plenamente de Castiglione... Por mí no se ha de saber, aunque ganas no me faltan, lo del dueño de la mueblería de la calle Gaona, que estuvo tres meses para arreglar una pata chueca, que parece que era de una mesa, y que a mí me sonó siempre de una cama.
Las señoras que lo difamaron deberían conocer los momentos previos a los paraguazos y soltada de perro. Bien que se callarían si supieran lo que hizo la santita de la señora Isolina Lucía, virgen mancillada -según ellas- por la lujuriosidad desbocada de mi maestro, cuando le entregamos la documentación que habíamos obtenido. Ella, cuando se avivó que había subvencionado la luna de miel y unos cuantos años bien forrados de su marido y madrastra, en lugar de tragarse la bronca siciliana y agradecer los días y noches de investigación, agarró todos los papeles y se los hizo comer a la criolla a mi jefe. Yo amague salir en su defensa, pero la señora me aclaró:
En uno de esos días en que su pobre mamá se quedaba sin el saludo de las viejas, Arquímedes C. Pérez no aguantó y se cruzó a lo de Zoraida, la decana del comando manzanero de moral barrial. Con respeto le solicitó que no se cometiera con la autora de sus días algo que no cuadraba con la equidad.
La vieja Zoraida, que de tonta tuvo sólo la primer lactancia, le contestó:
Desgraciadamente y como es habitual con los investigadores, la Cantaluppi de Castiglione no había pagado nada. Todo estaba arreglado de palabra. Al final de la investigación vendrían honorarios, viático y gastos... Para colmo estas promesas tuvieron siempre un solo testigo, que después se negó a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Estoy mentando al maldito perro de Isolina Lucía y de mis marcas posteriores... Que me las abrochó cuando, después de saltar la tapiecita del jardín, me tuve que parar a tocar el timbre, a los gritos de " ¡Mamá Pérez! ¡La puertaaaa!!! ".
La requisitoria de Zoraida enfrentó a mi jefe con la necesidad de obtener un recibo. Y la lógica lo llevó a reclamar el recibo e intentar tambien el pago de lo que se debía. El recibo sería para la vieja piola y los manguitos para salir de algunas deudas y ponerse al día con el sueldo de un servidor. No fue sencillo. Yo oficié de enlace telefónico. Al principio la señora Cantaluppi, se negaba, pero con insistencia logré concertar una cita, al sólo efecto de equilibrar servicios aportados, con pesos demorados.
Los ladridos del pichicho anal, a través del auricular, me recordaron que debía asegurar que el encuentro fuere en terreno neutral de perro. Por eso rápidamente acepté su propuesta de encontrarnos en la confitería "El Cid ", cerca del homónimo monumento al héroe nacional (de España). Allí estuvimos a la hora señalada. ...Al tercer cigarrillo de uno que estaba en una mesa vecina, apareció la señora Cantaluppi, locuaz y simpática. Hablaba con mi jefe como si nada hubiera pasado. Yo me salía de la vaina por hacer el triplete "clinck - caja - chau". Pero tuvimos una demora.
Justo acertó a pasar por allí el mueblero amigo de la señora... El de la calle Gaona. Ella lo invitó a compartir un café con nosotros y el tipo, cuyo nombre me parece que era Cotuño o Cuitiño, aceptó. Al rato estábamos charlando de a cuatro sobre la mar en coche y de a pie. En un momento Cotuño o Cuitiño le pidió a mi jefe:
Me distrajo el verbo que usó y no pude observar la cara de mi jefe, quien con reflejos de boy scout, lo acompañó a hacer pis. Yo me quedé con la señora que se la pasó mirando el humo de su cigarrillo. Arquímedes, asumiendo que ser investigador privado implica dar seguridad no solo a sus clientes sino hasta a los amigos de ellos, al llegar al baño le pidió al mueblero que esperara antes de entrar. El se adelantó, pateó la puerta y de un salto estuvo adentro con la espalda apoyada contra la pared. Luego agachado, pero con sangre fría, fue empujando una a una las puertas interiores. Cuando vio que no había "atracadores" a la vista, le hizo seña al mueblero para que pasara a lo suyo, que él iba a hacer algo parecido.
Que el mueblero hizo lo suyo no tengo dudas. Pero cuando mi jefe Arquímedes estaba en la mitad de lo "parecido", Cotuño o Cuitiño le agarró la cabeza y se la metió en el mingitorio. Suerte que era un tipo limpio, porque con una mano apretó el botón del agua y con la otra se la lavó con un jabón amarillo de esos de lavar la ropa a mano, que había en uno de los lavatorios. La operación no fue larga, pero la fregada fue dura. Después, estando ya en posición de oración musulmana, se la enguajó tirando de la cadena en cada uno de los baños. Finalmente se la secó con el aparato de aire caliente para las manos. El único problema fue el tiempo: veintisiete minutos. Se le secaron los lagrimales, la saliva, algo de líquido amniótico y los resfríos de los próximos siete inviernos.
Cuando el mueblero terminó, le arregló la corbata, le pellizcó la mejilla y le dijo que la señora Isolina Lucía le agradecía mucho los servicios prestados y le solicitaba que se quedara nomás con el vuelto.
Cuando salió del baño Cotuño o Cuitiño vino hacia la mesa, le dio un beso a Isolina Lucía y me dijo:
Yo sonriendo le di las gracias. Ambos me saludaron con un cariñoso " chau, bolú" y se fueron. Cuando apareció Arquímedes C. Pérez, el mozo lo estaba esperando con la cuenta de los recién rajados. Cómo sería su aspecto y mi cara, que suspiró, miró el ticket y lo puso en la billetera entre una estampita de San Antonio y un almanaque con una piba livianita, no sólo de ropa y que no parecía Rigoberta Menchú.
Lo peor fue cuando acompañé a mi jefe hasta su casa con el pelo a lo punk, la ropa a lo espantapájaros y la piel planchada como de tintorería. Las viejas, con Zoraida a la cabeza, comentaron que el padre de la jovencita (¡La querida señora Isolina Lucía debe andar por los cincuenta!) había tomado cartas en el asunto y le había metido el as de espadas donde todos sabían. Agregaban, además que los hermanos de la chica se habían ensañado con otras partes de su anatomía. Lo cual era falso totalmente. Está el mueblero Cotuño o Cuitiño de testigo.
...Y la termino para no aburrirlos con demasiados detalles de nuestro éxito. Ustedes han podido constatar que, a pesar de las dificultades, descubrimos la Verdad, probamos nuestro Valor y reafirmamos que nuestra Vocación por la Investigación, está más allá de la buena o mala suerte que la acompañe. Lo que sí, desde ese tiempo hay en la oficina un cartelito de mi puño y letra que dice "Prohibido traer perros...especialmente si muerden".
(un capitulo del "Difunto Correo")